La paradoja chilena: Un testimonio personal

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(Fotografía de un edificio público en la Plaza de Armas de Santiago de Chile, con una pancarta de denuncia a las Administradoras de Fondos de Pensiones)

Dedico este post a mi querido amigo y compañero del Institute of Economic Affairs de Londres, Pablo Paniagua, por su amabilidad de acogerme y enseñarme Santiago de Chile, así como a Rogelio Chomón, buen fan de este blog – y ahora amigo- a quien pude conocer personalmente para debatir sobre la defensa de la libertad con el sabor de un alegre vino chileno.

Cuando puse los pies en el aeropuerto de Santiago de Chile, el pasado 03 de noviembre, la ciudad me recibió con la convocatoria de una huelga multitudinaria que tendría lugar en la mañana del día siguiente. En la emisora de radio del taxi que conducía recorriendo La Alameda, pude escuchar noticias acerca de la fuerte crisis política del gobierno de Bachelet, y más concretamente sobre el objetivo de la huelga, que no era otro que denunciar el actual sistema de pensiones chileno basado en la capitalización individual y reivindicar la vuelta hacia un sistema público de reparto como hay en España.

En esencia, y como ya hemos explicado otras veces en este blog, la diferencia entre ambos modelos es clara: mientras que el denominado sistema de reparto se basa en un esquema de transferencias de renta intergeneracionales que la población activa trabajadora paga a los pensionistas actuales a través de las cotizaciones sociales, el sistema de capitalización individual consiste en que cada trabajador ahorra una porcentaje de sus ingresos a lo largo de toda su vida laboral para gozar de su propia pensión en el momento de la jubilación, aprovechando los diversos vehículos financieros (contratos de renta vitalicia, fondos de pensiones, etc.)

Teniendo en cuenta ambos modelos, pensé en la paradoja que da nombre a este post. Por un lado, los chilenos exigen una mejora de sus pensiones, y para ello piden reinstaurar un sistema como el de la Seguridad Social española, que actualmente se halla con un déficit aproximado de 19.000 millones de euros (1,8% del PIB) y con una hucha de las pensiones que se agotará en diciembre de 2017, según ha estimado el propio gobierno de Mariano Rajoy.

Por otro lado, la realidad de las anteriores cifras ha reabierto el debate en España sobre la sostenibilidad del sistema de pensiones español, planteándose desde ciertos organismos, como el propio Banco de España, la introducción de una serie de reformas que se dirigen, precisamente, hacia un modelo de capitalización como el chileno.

De hecho, la inmensa mayoría de los países de Europa en su conjunto, salvo algunas excepciones como España, Portugal e Italia, abandonaron hace años el sistema de reparto puro y realizaron una transición hacia un modelo mixto que en mayor o menor medida combina un sistema basado en el ahorro de los trabajadores con una pensión mínima provista por el Estado bajo ciertas circunstancias (asistencia social, mala previsión, etc.).

Por tanto, ¿cómo es posible que los chilenos pretendan volver hacia un sistema de reparto puro para mejorar la cuantía de sus pensiones de forma sostenible, cuando el resto de los países occidentales están aproximándose, precisamente, hacia el actual modelo chileno?

La principal crítica que esgrimen los detractores del modelo chileno es que cuando dicho sistema se diseñó, bajo el gobierno de Pinochet en los años 80, se garantizó una tasa de reemplazo (el porcentaje de pensión que va a cobrar el jubilado en relación a su último salario percibido) muy superior a la que actualmente existe. Según los últimos datos, la tasa de reemplazo en Chile es del 35 %, mientras que en España es del 75%.

Aparentemente, en base a ambos resultados, parece evidente que el sistema de reparto es mucho más ventajoso para el trabajador español, ya que mantiene mucho mayor poder adquisitivo que en el caso del trabajador chileno.

Sin embargo, tal brecha resulta confusa mientras no atendamos al porcentaje de ingresos que aportan uno y otro trabajador respectivamente para financiar sus pensiones. En concreto, el trabajador chileno dedica un 10% de su salario aproximadamente, mientras que el trabajador español dedica casi un 30%. De esta manera, y como bien han demostrado algunos economistas como Juan Ramón Rallo, si los trabajadores chilenos aportaran la misma cuantía que los trabajadores españoles, la tasa de reemplazo en Chile ascendería a un 105%, muy por encima del menguante 75% del sistema español.

Por tanto, vemos que la dinámica del modelo chileno es, con mucho, superior al sistema puro de reparto. Desde un punto de vista económico,  el sistema de capitalización simple de pensiones ha permitido que la tasa de ahorro en Chile sea la tercera más alta del mundo, después de China y Noruega, representando un 20% de su PIB. Este hecho constituyó la base para que el país experimentase un crecimiento económico sano, con una alta oferta de recursos financieros disponibles que han permitido financiar inversiones sostenibles que han convertido a la economía chilena en una de las más ricas del mundo, muy por delante del resto de los países de Latinoamérica.

Por otro lado, un sistema de capitalización simple elimina aquellos incentivos perversos que sí se dan en un sistema de reparto, como por ejemplo la creciente prejubilación o el descenso de la tasa de la natalidad. Mientras que el primer modelo se basa en la responsabilidad individual, el segundo modelo se basa en concebir las pensiones como bienes públicos, y por tanto la toma de decisiones por parte del colectivo resulta claramente disfuncional y favorece la aparición del llamado free-rider o “gorrón”.

El éxito del sistema de pensiones chileno ha favorecido a que otros países de Latinoamérica traten de implantarlo, como es el caso de Perú o Colombia (donde empecé a escribir este post, la musa apareció repentinamente). Sin embargo, en estos países, el fraude laboral es muy elevado, por lo que no se dan las condiciones institucionales idóneas para que pueda funcionar de la misma manera.

Dicho esto, si en algo ha fallado el modelo chileno fue en el error de los planificadores al fijar una cuota de aportación del 10%, pensando que sería suficiente para los trabajadores en el momento de su jubilación. Es decir, el modelo chileno no es en realidad, frente a lo que suele decirse, enteramente libre, ya que no permite al trabajador, en virtud de sus circunstancias particulares, fijar aquella tasa que quiera aportar a lo largo de su vida laboral. Asimismo, las famosas Administradoras de Fondos de Pensiones chilenas (AFP) no actúan en un mercado de libre competencia, ya que son agencias que operan mediante un “privilegio” o concesión estatal que les permite ser menos transparentes hacia los ciudadanos. A pesar de este inconveniente, la rentabilidad media obtenida por la inversión de los fondos de pensiones ha sido de un 8% anual (una vez descontada la inflación).

En resumen, el sistema de pensiones chileno puede perfeccionarse, desarrollando mecanismos que permitan a las AFP ser más competitivas y transparentes. Pero de ninguna manera los chilenos podrán esperar mejorar la cuantía de sus pensiones importando el sistema de la seguridad social español, que desde hace años ha venido rompiendo el vínculo entre lo que le cuesta al trabajador pertenecer al sistema (por ejemplo, la reciente subida de la base máxima de cotización en un 3%) y el beneficio que le reporta, soportando el incremento de la edad de jubilación o el endurecimiento de las condiciones para gozar del 100% de la pensión.