¿Ha muerto la austeridad en España?

Austerity—When It Works and When It Doesn't” reviewed by Idrees Kahloon |  Harvard Magazine
Illustration by Matt Kenyon

La semana pasada, Pablo Echenique, diputado del partido de Unidas Podemos, anunció a través de su twitter la muerte de la austeridad en España, en relación al incremento histórico de más de un 50% sobre techo de gasto de las Administraciones Públicas que el Gobierno ha fijado en aras de frenar la recesión por el impacto económico del coronavirus. Dicho incremento supone pasar de los 125.000 millones de euros en 2019 hasta los 196.000 millones en 2020. Buena parte de este incremento se debe al fondo de recuperación que la Unión Europea ha puesto a disposición de los Estados Miembro como consecuencia de la crisis, estimado en unos 750.000 millones de euros, para lo cual, la Comisión Europea tendrá que emitir deuda en los mercados financieros con el aval del presupuesto comunitario.

En este contexto, cabe preguntarse si la muerte de la austeridad proclamada por Pablo Echenique y otros miembros de nuestra clase política, es una afirmación real o si, en cambio, se trata de mero triunfalismo político después de años denunciando las políticas de recortes como receta “neoliberal” para la salida de la crisis financiera de 2008. Para responder a esta pregunta, es necesario analizar cómo se sitúa el gasto público de España con respecto a los países de su entorno, y, además, observar cuál ha sido su comportamiento durante los últimos años.

La ratio que todos los economistas utilizan para este ejercicio es el gasto público sobre PIB. De este modo, utilizando los datos de la OCDE, observamos la evolución de España en tres hitos principales:

  1. En el año 2007, justo antes del inicio de la crisis financiera, España presentaba un gasto público sobre PIB del 39.25%, situándose en ese año dos puntos por debajo de la media del resto de países que componen la OCDE (41.27%)
  2. Posteriormente, con el inicio de la crisis de 2008, la acción de los estabilizadores automáticos para combatir el ciclo y de las políticas de estímulo de la demanda efectuadas por el gobierno, unido a la caída del PIB, incrementaron la ratio hasta el 48.65% en el año 2012, situándose en este caso en casi cuatro puntos por encima de la media de la OCDE (44.88%)
  3. Entre 2013 y 2018, cuando se produce la fase de recuperación de la actividad económica, el crecimiento del PIB y del empleo permiten aliviar el efecto de los estabilizadores automáticos y reducir progresivamente el gasto público sobre el PIB hasta el 41.70% en 2018, estando en línea con la media de la OCDE (42.15%)

A la vista de estos datos, resulta interesante recalcar que España, lejos de haber seguido una política económica “austera” durante los años de la Gran Recesión, con los últimos datos disponibles de la OCDE del año 2018, tiene un gasto público mayor que en los años previos a la crisis, con un incremento del 6.2% entre 2007 y 2018. Además, si comparamos este incremento de nuestra ratio entre 2007 y 2018 con el resto de los miembros de la OCDE, vemos que España ocupa el décimo puesto de los países donde más ha crecido el gasto público, situándose por delante de países como Francia (país poco sospechoso de ser calificado como “austero”), Italia, Alemania, Dinamarca o Reino Unido.

Esta conclusión queda además reforzada cuando atendemos a otros indicadores complementarios como el déficit público, que en 2019 fue del 2.8% sobre el PIB, y la deuda pública, donde España ocupa uno de los primeros puestos del mundo con un 95.5% del PIB en 2019.

Por tanto, si bien proclamar la muerte de la austeridad puede ser un poderoso argumento para obtener rédito político y así justificar un mayor peso del Estado sobre la economía productiva, la realidad muestra que sencillamente dicha austeridad no se ha producido en España.

Las perspectivas a futuro no marcan ni mucho menos un cambio de tendencia en este sentido. Así, al nuevo gasto anunciado de las Administraciones Públicas (196.000 millones de euros) falta sumarle el gasto del resto de entes del Estado, como es el caso de la Seguridad Social, Organismos Autónomos, etc. Además, añadiendo el gasto financiero y el resto de partidas y transferencias, es muy probable que el gasto público total llegue al entorno de los 580.000 millones de euros en el año 2021.

Teniendo en cuenta este gasto, y asumiendo los últimos datos estimados del FMI para España, con una caída del 12.8% del PIB en 2020 como consecuencia de la crisis del COVID-19, y una recuperación del 7.2% en 2021, es muy probable que el gasto público sobre PIB supere máximos históricos hasta llegar al entorno del 50% en el año 2021, lo que podría conducirnos a una insostenibilidad de las finanzas públicas que desemboque en una crisis de deuda soberana grave en el medio y largo plazo.

La Nueva Anormalidad: Perspectivas económicas del Coronavirus

Nouriel Roubini on Twitter: "I am on the cover of the special ...

Fuente: Portada de Time reflejando el concepto de The New Abnormal Economy, de Nouriel Roubini

La crisis del coronavirus que estamos sufriendo en estos momentos ha sido calificada por algunos líderes europeos como el mayor desafío de la humanidad desde la Segunda Guerra Mundial, y considerando la letalidad del virus, no se equivocan. Los fallecidos superan ya los 165.000 en el mundo, de los cuales más de 20.000 se concentran en España.

Esta pandemia está teniendo además un impacto que trasciende del ámbito sanitario y económico, ya que está revelando la improvisación continua de nuestros gobernantes, con una gestión muy discutible tanto en la prevención como en la mitigación del virus.

En medio de esta improvisación, en España, el presidente del Gobierno ha venido acuñando en las últimas semanas un término para referirse a la realidad que nos espera tras la desescalada de las medidas adoptadas para el confinamiento de los ciudadanos. Este término es el de “nueva normalidad”, que trata de expresar los cambios que previsiblemente habrán de condicionar la manera en que trabajamos, comerciamos, y, en definitiva, nos relacionamos unos con otros a partir de ahora.

Sin embargo, desde el punto de vista de la economía, el concepto de nueva normalidad del presidente Pedro Sánchez contrasta, paradójicamente, con el concepto (más robusto) de “nueva anormalidad, definido por el economista Nouriel Roubini en el año 2016 para describir  los factores que caracterizan a la nueva economía mundial, destacando especialmente su bajo crecimiento (a un promedio anual del 2,8% desde el año 2011) y el tono sumamente “anormal” de las políticas económicas que tratan de mantener este crecimiento desde la crisis financiera del año 2008.

De este modo, la política monetaria orquestada por los principales Bancos Centrales del mundo, a través de sus diversos instrumentos de compra de deuda y tipos de interés cero (Zero Interest Rate Policy), ha permitido la generación de la mayor burbuja de deuda pública y privada de la historia, alcanzando los 255 trillones de dólares en 2019 (322% del PIB mundial). A su vez, el abaratamiento de esta financiación ha alimentado una política fiscal que trata de mantener el alto gasto que representa el Estado de Bienestar, cada vez más insostenible ante el envejecimiento de la población de las economías occidentales, especialmente en Europa.

Entendiendo el concepto de la nueva anormalidad, es evidente concluir que el margen de actuación de nuestros gobiernos para tratar de combatir el impacto económico del coronavirus es sumamente limitado.

El problema del coronavirus se concreta, en primer lugar, en un shock de oferta derivado de la paralización de buena parte de la producción de bienes y servicios. Pero, además, este shock de oferta también es acompañado en segundo lugar por un shock de demanda, producido por una reducción del consumo e inversión de los agentes económicos, que tienen unas expectativas racionales a aumentar la frugalidad (o reducir sus gastos) ante la incertidumbre y, por tanto, tienen una preferencia a mantener toda la liquidez que sea posible para el futuro.

Bajo este escenario, es seguro que la economía mundial entrará en recesión este año. Otra cuestión más difícil es determinar la duración de dicha recesión, la cual vendrá determinada por la famosa geometría del shock, sea ésta en “V”, “U” o “L”.

La clave para que la recuperación sea lo más rápida posible (en “V”) se encuentra en mantener la formación de capital. Es decir, si las empresas consiguen mantener la liquidez y hacer frente a los pagos de sus gastos y deudas corrientes a pesar de no tener ingresos mientras dure la paralización de la producción, una vez la pandemia finalice y la actividad económica se reanude, la recuperación podría volver en el año 2021.

En Europa, y más concretamente en España, un aspecto positivo a recalcar es que la economía privada (hogares y empresas) viene realizando un ajuste muy importante en los últimos años para desapalancarse. Por dar un ejemplo concreto, el conjunto de la deuda privada en España se encuentra actualmente en mínimos de 15 años, en torno al 153% del PIB. Además, la banca, principal acreedor de esta deuda, también ha mejorado sus principales ratios de capital, provisiones y morosidad, por lo que se encuentra mejor preparada que en el año 2008 para mantener el crédito y la liquidez a la economía real.

Sin embargo, atendiendo a la deuda pública, como ya hemos mencionado anteriormente, los niveles no han dejado de crecer en la última década, situándose en torno al 85% sobre el PIB en la Unión Europea y en el 98% del PIB en España.

Por ello, es necesario advertir de los riesgos asociados a las últimas medidas adoptadas por el Banco Central Europeo y el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE), que apuntan a la concesión de préstamos y a la mutualización de deuda pública sin condicionalidad por parte de los Estados que soliciten la ayuda. De este modo, la figura del euro como moneda única, que en su diseño original debía encorsetar a los responsables políticos para disciplinarles a hacer las reformas estructurales necesarias al verse privados de devaluar sus monedas o de recurrir a sus políticas inflacionistas, se ve sustituida por un riesgo moral perverso que conduce a los gobiernos a financiarse ilimitadamente a tipos de interés negativos y sin condicionalidad. Esta situación puede colapsar si los tenedores de deuda dejan de confiar en nuestra capacidad para pagar, lo que nos devolvería a una grave crisis de liquidez similar a la del año 2008.

En conclusión, una política que favorece el alto endeudamiento en un escenario en el que la producción de riqueza está paralizada, supone dotar de mayor insolvencia a los países. En cambio, una política en la buena dirección debe favorecer a que los agentes económicos mantengan liquidez a través de una reducción de impuestos, acompañada de un recorte en el gasto público que no comprometa las partidas de sanidad que puedan seguir haciendo frente al coronavirus.

 

 

 

 

 

Christine Lagarde, ¿la nueva «paloma» del Banco Central Europeo?

Christine Lagarde and Mario Draghi during the symbolic handover of the ECB presidency at the European Central Bank headquarters in Frankfurt, Germany

Foto: Reuters

Ya es oficial. Christine Lagarde, ex directora del Fondo Monetario Internacional (FMI), inicia una nueva etapa como presidenta del Banco Central Europeo (BCE), sucediendo a Mario Draghi en uno de los escenarios económicos más volátiles desde el punto de vista económico y financiero.

Si bien Lagarde acaba de ocupar su puesto el pasado 1 de noviembre, las expectativas de los mercados e instituciones financieras ya anticipan cuál será el tono que la francesa adoptará durante su mandato para los próximos ocho años.

Para analizar qué podemos esperar de la política monetaria europea en el corto y medio plazo, resulta interesante atender, primero, al papel desempeñado por el BCE durante la última década, con especial foco en la crisis financiera internacional de 2008, y segundo, al propio perfil de Christine Lagarde, examinando su visión con respecto al objetivo y los instrumentos de la política monetaria.

Con respecto a la gestión del BCE en los últimos años, el inicio de la crisis financiera de 2008, unido al incremento de precios de las materias primas, dio fin a una etapa de relativa estabilidad de precios, para dar comienzo a una política monetaria expansiva. El entonces presidente del BCE, Jean-Claude Trichet, anunció reducciones de los tipos de interés, en coordinación con los principales bancos centrales (Reserva Federal, Banco de Inglaterra, etc.) con el objetivo de inyectar liquidez en el sistema financiero.

Este giro de política monetaria, respaldado por una gran mayoría de economistas, supuso el triunfo de la corriente de las denominadas “palomas”, defensoras de priorizar los objetivos de crecimiento económico y empleo por encima del objetivo de inflación moderada y estabilidad de precios. Su receta principal se basa en la hipótesis básica de Keynes: si los mercados no responden, la política monetaria puede rebajar el coste de financiación para hacer rentables futuros proyectos de inversión, estimulando el crecimiento económico y con ello la creación de empleo.

Durante los primeros años de crisis, estas políticas monetarias de estímulo se sustentaron mediante los instrumentos convencionales de la banca central, esto es, abaratando el coste al que los bancos pueden pedir prestado al BCE (reducciones de los tipos de interés de operaciones principales de financiación y de facilidad marginal del crédito), y desincentivando e incluso penalizando a los bancos por mantener excesos de liquidez en las arcas del BCE (reducciones del tipo de interés de facilidad de depósito), todo con el fin de que dichos excesos se destinen a la concesión de créditos al sector público y privado.

En contraposición a las palomas, los “halcones” de la política monetaria se muestran más escépticos con los supuestos beneficios de la expansión crediticia sobre la economía real, incidiendo en los incentivos perversos que se producen con las reducciones artificiales de los tipos de interés: endeudamiento global, distorsión en los precios de los activos, aumento de la «elasticidad” o sensibilidad de las expectativas sobre el consumo e inversión y mayor riesgo de generación de burbujas.           .

Sin embargo, lejos de atender a estos problemas, las palomas, buscando evitar una temida deflación en Europa, comenzaron a necesitar ulteriores dosis de estímulo. Así, bajo el mandato de Mario Draghi, el BCE inició a comienzos del año 2015 sus medidas de flexibilización cuantitativa (QE, por sus siglas en inglés), consistentes en la compra masiva de deuda pública para favorecer el alza de los precios de dichos títulos y aumentar la inyección de liquidez.

Así, bajo la famosa consigna de Draghi, el whatever it takes” para salvar el euro supuso un cambio radical desde una política monetaria convencional hacia lo que el economista Nouriel Roubini calificó como “nueva anormalidad”.

En este contexto, y ante las previsiones de una próxima desaceleración en la Eurozona, cabe preguntarse si el BCE, con los tipos de interés en mínimos históricos del 0% desde el año 2016, y una compra de deuda pública que supera los 2.000 billones de euros , cuenta con margen suficiente para proseguir con su política expansiva y evitar otra recesión.

Este es el principal reto de Christine Lagarde, quien, a la vista de sus declaraciones, no hay duda de que será la nueva paloma del BCE. De hecho, durante sus últimos años al frente del FMI, Lagarde ha defendido públicamente las políticas de Draghi, yendo incluso más allá y justificando estímulos aún más agresivos, como por ejemplo la fijación de tipos de interés negativos , una medida que en la práctica implicaría que el BCE pague por prestar dinero.

Por tanto, a la vista de la senda continuista que sin duda adoptará el BCE en los próximos años, resulta necesario advertir cuáles están siendo las consecuencias a nivel micro y macroeconómico, muchas de ellas ya anticipadas por los halcones:

  • La deuda pública de la Eurozona supera el 86% del PIB, siendo en algunos países como España del 100% del PIB. Además, el abaratamiento del coste de la deuda está provocando que los principales gobiernos lleguen a financiarse a tipos de interés negativos, relajando su disciplina fiscal y retrasando sine die las principales reformas estructurales que pueden permitir un crecimiento económico potencial en el largo plazo.
  • Los efectos redistributivos de los bajos tipos de interés sobre las hipotecas benefician a los propietarios de vivienda, cuando la demanda crece y presiona los precios al alza, perjudicando a los compradores y creando tensiones sociales. En la Eurozona, el precio de la vivienda está creciendo a tasas superiores al 4%.
  • Asimismo, desde el punto de vista de la economía privada, el efecto más pernicioso de la política expansiva es el desincentivo al ahorro privado, tan necesario para la acumulación de capital que respalde los proyectos de inversión, haciéndolos verdaderamente sostenibles y sin enviar señales equívocas a los empresarios en sus decisiones de inversión.

Estos y otros riesgos han sido puestos de manifiesto recientemente en un memorándum firmado por algunos miembros relevantes del BCE, que están mostrando su rechazo al rumbo de Christine Lagarde. Este hecho evidencia un duro enfrentamiento entre los halcones y las palomas en el seno de este organismo que, sin duda, aún debe aprender cuáles son los límites de sus políticas.

Boris Johnson: El premier de manos temblorosas

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Fuente de la imagen: The Economist

El nombramiento de Boris Johnson como próximo Primer Ministro del Reino Unido está generando una gran controversia entre la clase política y los medios de comunicación nacionales e internacionales. Una polémica que no es de extrañar si atendemos a los dos elementos clave de dicho nombramiento:

  • Primero, el contexto en el que se produce, marcado por un Brexit que, tres años después de su aprobación vía referéndum popular, aún no ha conseguido materializarse, con un evidente coste tanto político (con la renuncia de los dos anteriores líderes conservadores, a saber, David Cameron y Theresa May) como económico, cuyas consecuencias en el corto y medio plazo aún son muy difíciles de estimar.
  • Segundo, la propia figura de Boris Johnson, a quien algunos medios no han dudado en comparar con Donald Trump por su incorrección política (así como por su parecido físico). No obstante, es preciso valorar toda la trayectoria política del nuevo líder “torie”, quien durante su mandato al frente de la Alcaldía de Londres entre 2008 y 2016, encabezó las encuestas como uno de los políticos mejor valorados del país.

Con respecto al Brexit, Boris Johnson ha declarado que, con acuerdo o sin acuerdo, la salida oficial del país de la Unión Europea se producirá el 31 de octubre de este año. Este anuncio repentino ha puesto contra las cuerdas a la Comisión Europea, que hasta ahora había construido el relato de que el Reino Unido sería el gran perdedor del juego si no tenía a bien llegar a un acuerdo apropiado y “justo” para ambas partes.

Sin embargo, este giro por parte de Boris Johnson, en un tono más directo y agresivo que su predecesora, Theresa May, parece desvelar algo más que una simple amenaza sin fundamento. Tal vez la Unión Europea también tiene mucho que perder, si tenemos en cuenta que el Reino Unido gestiona el 37% del total de activos europeos, seguido muy de lejos por Francia, con un 20%.

Asimismo, el país presenta una migración neta (balance entre inmigración y emigración) positiva de casi 300.000 personas en 2019, una tendencia que viene repitiéndose durante la última década debido a la flexibilidad de su mercado laboral para generar empleo. Tradicionalmente, alrededor del 50% de esta migración proviene de otros países de la Unión Europea, si bien, en el último año, los ciudadanos europeos que salieron del Reino Unido han superado a los que entraron.

Por último, el papel del Reino Unido en el mercado interior de la Unión Europea es determinante, con un 46% del total de sus exportaciones y un 54% de sus importaciones.

Para intentar minimizar la incertidumbre del Brexit, algunos analistas están aplicando la famosa teoría de juegos que ofrece la ciencia económica, con el fin de entender las decisiones de cada una de las partes envueltas en el conflicto.

En estos términos, podríamos entender las negociaciones del Brexit entre Reino Unido y la Unión Europea como el clásico juego de gallina, que se aplica en los supuestos en los que, a priori, ninguno de los jugadores posee una estrategia dominante sobre el otro. En este juego, a menudo representado por dos conductores que conducen uno frente al otro en una carretera de un único sentido, el perdedor o la “gallina” será aquel jugador que aparte su vehículo antes de que ambos colisionen, o lo que, traducido al caso real, ceda en sus posiciones de negociación frente al otro.

La renuncia de Theresa May parecía un claro avance por parte de la Comisión Europea, que ha presionado en gran medida sobre los términos y condiciones de un Brexit pactado. Ahora bien, con la entrada de Boris Johnson, el juego de gallina se complica ante la introducción de lo que el economista Reinhard Selten denominó estrategia de las manos temblorosas. Según esta estrategia, representado por un juego de cartas, el jugador podría cometer un “error” con sus dedos y sacar una carta imprevista que puede llevar a su adversario a replantear su estrategia inicial, siempre y cuando sus estimaciones de ganancias o pérdidas potenciales se vean alteradas.

Boris Johnson, al asegurar la posibilidad de un Brexit sin acuerdo, ha dado un golpe con sus manos temblorosas sobre la mesa de negociación con la Comisión Europea, obligando a su presidente, Donald Tusk, a replantearse si, tal vez, le conviene más un Brexit pactado reduciendo sus exigencias al Reino Unido, que un Brexit sin acuerdo, en un escenario de desaceleración europea donde una salida repentina de un país tan importante para la Unión Europea podría generar un impacto económico más grave del estimado inicialmente.

Lo que es seguro es que la negociación del Brexit ha entrado en una dinámica mucho más compleja, donde confluyen multitud de intereses, siendo relevante en este sentido las consecuencias para Irlanda o Escocia.

Cabe esperar, al igual que se asume en la teoría de juegos, la racionalidad de los agentes implicados, si bien esta premisa pueda a menudo ser demasiado generosa en el terreno de la política.

Pensiones y Responsabilidad

fatima bañez

 

Artículo publicado originalmente en Red Floridablanca

Nuestra clase política es verdaderamente sorprendente. Siempre que se celebran elecciones presenciamos cómo los candidatos se presentan a los medios de comunicación apelando a la responsabilidad cívica del conjunto de los españoles para que voten en las urnas por su programa político frente al del resto de partidos. Sin embargo, tal alarde a la responsabilidad desaparece cuando se trata de que nosotros mismos nos hagamos cargo de un asunto tan importante como es el de las pensiones que queremos disfrutar en el momento de la jubilación. Es decir, se nos presume una responsabilidad, como colectivo, para ponernos de acuerdo en lo que los 47 millones de españoles necesitamos dentro de un gran “contrato social”, como es el manido Pacto de Toledo,  y sin embargo, no somos capaces de elegir lo que individualmente mejor nos conviene con respecto a nuestras necesidades y circunstancias particulares.

Tal vez tengan razón, al fin y al cabo para eso suponen que les votamos, para que ellos se hagan cargo de todo. No obstante, centrándonos en la problemática de las pensiones, la realidad ha vuelto a demostrar que el buen hacer y la transparencia en la gestión que la ortodoxia socialdemócrata suele atribuir al Estado es falsa y peligrosa.

Recordemos que nuestro sistema público de pensiones se basa en el denominado esquema de reparto, mediante el cual los trabajadores deben cotizar para pagar a una creciente población jubilada, que en tan solo 30 años representará un 37,6% de la población total en España.

El vehículo fundamental con el que se financian las pensiones actuales es el pago de una cotización obligatoria (en forma de impuesto sobre el salario) por parte del trabajador, quien devenga el derecho a que los futuros integrantes en el sistema sufraguen su pensión en el momento de la jubilación.

De esta forma, es fácil advertir que el funcionamiento de este sistema implica que los trabajadores, además de no tener capacidad para ahorrar (la cuña fiscal o brecha entre el coste laboral del trabajador y su sueldo neto en España ronda el 40%, 4 puntos superior a la media de la OCDE), tampoco tienen incentivo alguno para hacerlo, ya que el derecho devengado produce un “efecto sustitución” entre pensiones públicas y ahorro privado.

Ante la evidente falta de recursos financieros, el Consejo de Ministros acaba de aprobar un préstamo de 10.192 millones de euros que el Tesoro Público concederá a la Seguridad Social para poder hacer frente a las pagas extraordinarias de las pensiones. De esta manera, desde que se crease el Fondo de Reserva en el año 2000, es la primera vez que la Seguridad Social tiene que endeudarse para cumplir su cometido. Un suceso más que confirma que el sistema público de pensiones es incapaz de responder como modelo de previsión y jubilación de los trabajadores, revelando una verdad de nuevo oculta por el lenguaje político: la Seguridad Social, ni es un seguro, ni es social.

Primero, como seguro, entendido como un contrato mediante el cual existe una equidad individual, o dicho de otro modo, una relación entre lo que el asegurado aporta -pago de la prima- y la futura contraprestación -renta diferida- , es forzoso concluir que en el actual esquema de reparto dicha equidad no existe, cuando de hecho los trabajadores españoles pagan unas mayores cotizaciones sociales (recientemente tras la última subida de las bases de cotización) para recibir una pensión cada vez menor: aumento de la edad de la jubilación de los 65 a los 67 años, elevación del mínimo de años exigidos para recibir la totalidad de la pensión, supresión de la indexación del IPC y otras medidas dirigidas a sostener el sistema a cualquier precio.

Segundo, como social, el esquema público de pensiones busca ofrecer una cobertura que garantice una función redistributiva, esto es, que la renta sea distribuida en favor de los colectivos más vulnerables. Sin embargo, este objetivo es incompatible con la lógica del modelo de reparto, donde las contribuciones se pagan en función de lo que se ha cotizado previamente y con independencia de las necesidades del beneficiario. De esta manera, diversos economistas han demostrado que los jóvenes con rentas más bajas se ven obligados a trabajar a edades más tempranas para cotizar durante un mayor periodo de tiempo y con unos salarios más bajos en detrimento de los jóvenes de rentas más altas, quienes gozan de salarios más altos y pueden cotizar durante un menor periodo de años para recibir una pensión similar o incluso superior.

A la vista de estos y otros desincentivos inherentes al sistema público de pensiones, cabe preguntarse por qué nuestros políticos no plantean un debate serio y sin complejos donde se compartan experiencias de otros países de Europa, que desde hace años vienen realizando un cambio estructural del sistema dirigido hacia esquemas de ahorro previo o capitalización individual, una opción que incluso el Banco de España está reclamando con vehemencia.

Tal vez la respuesta se encuentre en que los políticos, frente al resto de ciudadanos, no sean responsables colectivos, pero sí responsables de preservar sus intereses particulares.

 

 

 

El lenguaje envenenado en torno a la desigualdad

desigualdad

Artículo publicado originalmente en Red Floridablanca

El economista canadiense John Kenneth Galbraith solía afirmar que, si hay un solo hecho en el que todos los economistas podrían estar de acuerdo, es en que Adam Smith es el padre de la economía.

Siguiendo este ejemplo, podríamos decir que, por contra, si hay algo en lo que los economistas no logran ponerse de acuerdo es en el concepto de la desigualdad. Esta controversia ha permitido que ciertos sectores políticos se beneficien de la manipulación del lenguaje para crear un caldo de cultivo favorable al odio a la globalización, el libre comercio y, por supuesto, todo lo que guarde relación con el denominado neoliberalismo.

¿Manipulación del lenguaje? Por supuesto. George Lakoff demuestra en su obra “No pienses en un elefante”, que las palabras no son inocentes, y por tanto se pueden manipular. De esta manera, analizando el marco de la palabra desigualdad, la gran mayoría de los ciudadanos suele otorgar una connotación negativa a dicho concepto, debido a que, al encontrarse en contraposición con el término de igualdad, ha de ser necesariamente malo y estar vinculado con la pobreza.

Es necesario reflexionar sobre el peligro de lo que Hayek calificó como “nuestro leguaje envenenado” para preguntarnos, primero, si la desigualdad perjudica al crecimiento económico y es un catalizador de la pobreza mundial, y segundo, si las políticas redistributivas tan demandadas están siendo eficientes en la distribución óptima de la riqueza.

Frente al catastrofismo que ha impregnado a buena parte de los economistas tras la crisis económica que aún padecemos, hay que recalcar los grandes avances que se han conseguido en lo relativo a la reducción de la pobreza. Angus Deaton, Premio Nobel de Economía del año 2015, estima que entre 1970 y 2006, la pobreza en el mundo se redujo del 40% al 14% de la población mundial, siendo esta reducción especialmente significativa en China e India. Estas estimaciones han sido posteriormente confirmadas por el Banco Mundial, que en el año 2015 calculó que el número de personas por debajo de la pobreza extrema se situaba en el 9,6% de la población mundial.

Este salto hacia adelante ha permitido que en los últimos 40 años 750 millones de personas hayan salido de la pobreza extrema, a pesar de que la población mundial ha crecido en más de 2.000 millones de personas.

¿Cuáles son los factores que han permitido la reducción de la pobreza? Precisamente aquellos que a menudo se califican como responsables de la desigualdad: globalización, apertura comercial y liberalización de los mercados.

A la luz de los anteriores datos, podemos admitir que la desigualdad no implica pobreza per se, y que, por tanto, tal vez no represente un problema tan importante para la economía, sobre todo si tenemos en cuenta que, si los países persisten en la apertura de sus mercados, cada vez más personas tendrán acceso a nuevas oportunidades que les permitan aumentar sus niveles de renta, como de hecho está sucediendo actualmente, aunque emerjan amenazas proteccionistas a uno y otro lado del Atlántico.

Son muchos los autores que a lo largo de la historia del pensamiento económico han demostrado que la desigualdad puede, en ocasiones, originar incentivos al progreso. Si valoramos la desigualdad como un impulso de las personas para modificar el estado actual de las cosas, en aras de obtener un mayor beneficio o bienestar, podemos entender la acción empresarial y las innovaciones tecnológicas en el mundo.

El discurso igualitarista, en su crítica más feroz al libre mercado, afirma que el capital se concentra en manos de unos pocos y que el Estado debe redistribuir los rendimientos de dicho capital. Dicho esto, ¿están funcionando las políticas redistributivas de los Estados?

Respecto a la política monetaria, la línea marcada por los Bancos Centrales durante los años de la crisis ha estado caracterizada por el crédito al pánico. Es decir, por una política dirigida a esquilmar todo incentivo al ahorro, favoreciendo la acumulación de la deuda (en torno a un 300% de deuda pública y privada sobre el PIB de las economías de la OCDE). Asimismo, algunos economistas han puesto de manifiesto las consecuencias distributivas inesperadas de estas políticas monetarias expansivas, como es el caso de las transferencias de riqueza que se producen desde potenciales compradores de vivienda hacia los propietarios actuales (los tan denostados capitalistas) cuando los Bancos Centrales bajan el interés de las hipotecas, presionando los precios de la vivienda al alza por el aumento de la demanda.

Por último, respecto a la política fiscal, los gobiernos han ejecutado durante los últimos años importantes planes de gasto público para tratar de estimular la demanda, incurriendo en elevados déficits públicos que han de ser financiados con emisiones de deuda pública y crecientes subidas de impuestos soportadas en gran medida por la clase media. La irresponsabilidad de quienes piensan que las políticas de gasto público son gratis será pagada por las futuras generaciones que deberán asimilar la deuda de los tenedores actuales.

En conclusión, el problema de la desigualdad es demasiado complejo y no puede politizarse mediante falsas vinculaciones a la pobreza o burdas críticas al capital. El capital es el vehículo fundamental para disponer de aquella tecnología necesaria que permita incrementar la productividad de los trabajadores, elevando sus salarios y mejorando su bienestar.

El huésped más incómodo

nihilismo

Articulo escrito por Javier Llanos Melchor

La democratización de la información selló un hito en el siglo XX desde sus inicios con la radio y el papel, abriendo la puerta a la digitalización de la misma a finales de siglo con la aparición de internet. Actualmente, en el siglo XXI, la agilidad de los individuos para acceder y captar información es, en mucho, mayor a su capacidad para analizarla y procesarla. Éste libre acceso no siempre es positivo pues, a veces, permite informaciones publicadas sin filtrar ni contrastar su veracidad, lo cual provoca desinformación. Incluso, podríamos equiparar éste empobrecimiento de la calidad informativa con el concepto de propaganda, tan utilizado en el pasado, y entendido como medida de control del mensaje informativo con la intención de hacer llegar, al receptor de dicho mensaje, unas ideas preconcebidas. Actualmente, esta capacidad de manipular la información aprovechando nuestros sesgos cognitivos ha estimulado el auge del proteccionismo y el nacionalismo, encarnados en gobiernos cada vez más totalitarios, para los que la democracia es utilizada como arma de imposición y no como un instrumento de libertad.

Ejemplos claros de estas situaciones son el Brexit británico, la apuesta por el proteccionismo de Trump en Estados Unidos y el auge de la extrema derecha en Francia y Holanda. En los dos primeros casos han sido llamativas las oleadas de posiciones contrarias a los resultados, debido quizá a la situación sorpresiva provocada por los mismos pues, a priori, las encuestas auguraban otro final. En el caso americano, es cierto que el número de votantes de Trump fue la minoría, la cual se aprovechó del sistema electoral estadounidense para ser suficiente.

En el caso británico, las encuestas se movieron en torno a las dos posibilidades, pero en una horquilla porcentual muy estrecha y, aunque en las jornadas previas a la votación se inclinaban por la permanencia, los comicios se decantaron por la salida de la UE.

Francia no va más lejos y presenta un fuerte apoyo popular a Le Pen, aprobando sus ideas rupturistas con la UE y proteccionistas con respecto a la inmigración y el comercio. También, como en los casos antes mencionados, presenta una muestra de población muy amplia en su contra, volviéndose a repetir el escenario de equilibrio en la balanza electoral y corriendo el riesgo de su inclinación hacia el lado de la candidata del Frente Nacional.

Ante esta situación de abandono de las políticas actuales por otras contrarias y más inciertas, en contraste con los avances obtenidos en términos sociales, comerciales, de movilidad geográfica, de armonización jurídica, cabe preguntarse: ¿qué o quién impulsa a esas posiciones minoritarias para tener un peso significativo?

Esas posiciones, quizás, alojan al huésped más incómodo. Nietzsche describió así al nihilismo, el cual parte de la negación de todo principio, religión o creencia en términos absolutos; pero como estado psicológico alienta a la falta de valores, una ausencia de sentido que desorienta a diferentes estratos de la sociedad.

Probablemente, todos los avances mencionados anteriormente no son más que simples quimeras que lucen y encabezan un sistema lleno de sombras, donde acechan los grupos de presión desarrollando sus más oscuras artes. Éstos vician un sistema que permanece frágil ante la corrupción, el intervencionismo y la imposición de unos intereses particulares respecto a los de la sociedad, usando la política como instrumento.

En éste contexto, los individuos se preguntan por la utilidad del sistema y se cuestionan su papel como partícipes de él. Lo que primero puede suponer inconformismo y rabia, se vuelve quietismo respecto a la idea de invalidez de los valores que promulga lo establecido.

Esta debilidad del sistema es percibida por la población con desaliento, desánimo y desconfianza, fruto de la comprensión de que la búsqueda de sentido ha sido en vano; éstos son requisitos mínimos para hospedar al nihilismo que, como estado psicológico del individuo, conforma una muestra social suficiente para desequilibrar cualquier balanza electoral hacia un resultado contrario a lo esperado.

El sistema, por tanto, ha fallado, y la sociedad responde de distintas maneras. Hay quienes intentan conservarlo, quienes intentan modificarlo y, por último, quienes lo quieren sustituir, ya sea mediante un derrocamiento o una traslación, sin saber si será válido o no; dejando a un lado los valores actuales y proponiendo la eliminación del sistema como fin. En palabras del propio Nieztsche, la voluntad humana prefiere querer la nada a no querer. Por tanto, estamos abocados a la nada o a la incertidumbre de si el sistema es mejorable. A medida que la implementación del sistema sea en vano, las filas de la nada se seguirán engrosando.

Concluyendo, frente a la decadencia del sistema el cambio se presenta cada vez más plausible y próximo en el tiempo. Observando el escenario actual de proteccionismo y nacionalismo, la deriva del libre acceso a la información hacia la desinformación y el nihilismo como estado psicológico alojándose en la sociedad; ese cambio de sistema corre el riesgo de pervertirse.

En este momento, es más necesario que nunca defender la idea de la libertad. Una libertad alejada de la visión romántica del libre albedrío (tal y como es entendida hoy en día por la gran mayoría de los individuos), sino basada en la responsabilidad de cada uno. Desde Solón y Pericles hasta el liberalismo actual hay multitud de ejemplos en la historia de sistemas democráticos basados en la libertad, la cual en su desarrollo nunca ha defraudado como pilar sobre el que construir una sociedad con valores que vuelvan a esperanzar a los ciudadanos.

Tal vez, a pesar de todo, no está todo perdido.

El regreso a 1984

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Dedico este post a la memoria de Hans Rosling, fallecido el pasado 07 de febrero.

Rosling, estadístico, médico y optimista metodológico nos demostró el éxito histórico de la reducción de la pobreza mundial y la necesidad de incorporar los índices de salud en los estudios del desarrollo económico.

Las estadísticas y el papel permiten soportar cualquier enunciado por ridículo que sea. Por ejemplo, cuando el clásico libro de George Orwell, “1984”, crece en ventas un 10.000% durante las últimas semanas y se posiciona como uno de los libros más demandados por el público en Estados Unidos y en Europa, tenemos un índice estadístico (tal vez no muy consistente) para declarar que el mundo podría estar desquiciado.

¿Por qué se produce este incremento tan repentino en la demanda de un libro que fue escrito hace casi 70 años?. Muchos consideran que los últimos acontecimientos, destacando el Brexit en Reino Unido, el auge del Frente Nacional de Le Pen en Francia o la victoria de Donald Trump como Presidente de los Estados Unidos, estarían produciendo un nivel de histeria social que invita a reflexionar sobre el peligro de los totalitarismos de nuestro siglo. Parece ser que existe una mayor preocupación acerca de las consecuencias catastróficas que pudieran producirse tras la formación de determinados gobiernos o por la toma de ciertas decisiones colectivas y, desde luego, democráticas, en cuanto a que estas han sido expresadas por parte de la mayoría popular.

Esta realidad denota un sesgo cognitivo muy particular desde el punto de vista sociológico: los ciudadanos demandamos la existencia de un Estado paternalista que solucione todos nuestros problemas, garantizando que dicho Estado es a la vez controlado mediante mecanismos democráticos. No obstante, si esos mismos mecanismos democráticos  permiten que se formen gobiernos potencialmente peligrosos, todos nos volvemos orwellianos y empezamos a denunciar un Estado que ya no es paternalista, sino totalitario, como si se tratase de un monstruo al que se ha alimentado demasiado bien.

Efectivamente, cuando Orwell y otros intelectuales como Popper analizaron el totalitarismo, este concepto era sólido, es decir, estaba claramente delimitado como aparato político, bien fuera a través del fascismo italiano y alemán o del comunismo soviético durante gran parte de la segunda mitad del siglo XX.

Sin embargo, hoy en día el concepto de totalitarismo es esencialmente líquido, ya que no es fácil de delimitar o incluso de definir bajo un esquema de atributos o características concreto. Por esta razón nos cuesta entender qué pueden tener en común el Brexit y el creciente apoyo de los partidos anti europeístas en el Viejo Continente, o si cabe calificar a Donald Trump de fascista, como ya han hecho diversos medios de comunicación.

Teniendo presente la dificultad del análisis, existe un reto que se encuentra detrás de este panorama tan complejo.

El reto principal que debe afrontarse en primer lugar, desde el mundo de las ideas, es el resurgimiento de los nacionalismos:

Existen diversos fenómenos económico-sociales, destacando la globalización, la inmigración o incluso la robotización que han servido como caldo de cultivo para que la clase política siembre el miedo en aras de obtener sus propios réditos. La base de este nacionalismo consiste en crear un enemigo común y en reafirmar la identidad nacional para hacer frente al mismo, en un proceso que es inseparable del populismo (en el sentido científico del término).

De esta manera, y a través de la manipulación interesada del lenguaje, o lo que en la lógica orwelliana de “1984” sería denominada como la neolengua, se crea una sabiduría convencional que vincula a la globalización con la desigualdad y la pobreza, a la inmigración con la inseguridad y a la robotización con la pérdida de puestos de trabajo.

Como respuesta, nuestros políticos auxiliadores piden levantar nuevas murallas, fijar aranceles al libre comercio e imponer un neoludismo contra la innovación tecnológica.

En definitiva, un ataque flagrante a la libertad que, a pesar de la sabiduría convencional, ha sido responsable del mayor progreso económico de la historia. Alejándonos del discurso político, diversos investigadores relevantes, como el recientemente fallecido Hans Rosling o el Premio Nobel de Economía Angus Deaton, han demostrado cómo, en primer lugar, el objetivo más importante no es la desigualdad, sino la pobreza. De hecho, la desigualdad no es un problema per se, ya que puede en ocasiones originar incentivos al progreso. En la propia terminología de Angus Deaton, “los saltos hacia adelante implican desigualdad”.

En concreto, el economista escocés muestra cómo entre 1970 y 2006 la pobreza mundial se reduce del 40% al 14%. Es decir, en el entorno de mayor apertura comercial, globalización de los mercados y libre movilidad de bienes, capitales y personas, más de 700 millones de personas han abandonado la pobreza (especialmente en China e India), aun cuando en dicho periodo el total de la población mundial creció en más de 2.000 millones de personas.

Cierto, la estadística permite soportar cualquier enunciado, y por ello debemos ser rigurosos con su uso y con la información que obtengamos. Aunque, quizás, una tarea más prioritaria es entender por qué en la sociedad de la información de coste 0 los ciudadanos persisten en mantenerse desinformados, con las consecuencias que ello implica en el momento de la toma de decisiones colectivas. Los economistas de la Public Choice (Downs, Olson), afirman que no existen los incentivos adecuados para que un ciudadano se interese por el resultado de un colectivo cuando es consciente de que su influencia particular en dicho resultado (medido por su voto) es marginalmente muy reducida. Una explicación que pone en duda o incluso refuta la eficacia de los mecanismos democráticos que permiten formar y controlar los gobiernos.

En suma, el retorno de los nacionalismos y la crisis del sistema democrático amenazan a la idea de la libertad en todas sus dimensiones, siendo necesario reforzar su defensa frente al discurso político convencional para evitar un escenario que pudiera llevarnos al año 1984 que imaginó Orwell en su prodigiosa obra.

La paradoja chilena: Un testimonio personal

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(Fotografía de un edificio público en la Plaza de Armas de Santiago de Chile, con una pancarta de denuncia a las Administradoras de Fondos de Pensiones)

Dedico este post a mi querido amigo y compañero del Institute of Economic Affairs de Londres, Pablo Paniagua, por su amabilidad de acogerme y enseñarme Santiago de Chile, así como a Rogelio Chomón, buen fan de este blog – y ahora amigo- a quien pude conocer personalmente para debatir sobre la defensa de la libertad con el sabor de un alegre vino chileno.

Cuando puse los pies en el aeropuerto de Santiago de Chile, el pasado 03 de noviembre, la ciudad me recibió con la convocatoria de una huelga multitudinaria que tendría lugar en la mañana del día siguiente. En la emisora de radio del taxi que conducía recorriendo La Alameda, pude escuchar noticias acerca de la fuerte crisis política del gobierno de Bachelet, y más concretamente sobre el objetivo de la huelga, que no era otro que denunciar el actual sistema de pensiones chileno basado en la capitalización individual y reivindicar la vuelta hacia un sistema público de reparto como hay en España.

En esencia, y como ya hemos explicado otras veces en este blog, la diferencia entre ambos modelos es clara: mientras que el denominado sistema de reparto se basa en un esquema de transferencias de renta intergeneracionales que la población activa trabajadora paga a los pensionistas actuales a través de las cotizaciones sociales, el sistema de capitalización individual consiste en que cada trabajador ahorra una porcentaje de sus ingresos a lo largo de toda su vida laboral para gozar de su propia pensión en el momento de la jubilación, aprovechando los diversos vehículos financieros (contratos de renta vitalicia, fondos de pensiones, etc.)

Teniendo en cuenta ambos modelos, pensé en la paradoja que da nombre a este post. Por un lado, los chilenos exigen una mejora de sus pensiones, y para ello piden reinstaurar un sistema como el de la Seguridad Social española, que actualmente se halla con un déficit aproximado de 19.000 millones de euros (1,8% del PIB) y con una hucha de las pensiones que se agotará en diciembre de 2017, según ha estimado el propio gobierno de Mariano Rajoy.

Por otro lado, la realidad de las anteriores cifras ha reabierto el debate en España sobre la sostenibilidad del sistema de pensiones español, planteándose desde ciertos organismos, como el propio Banco de España, la introducción de una serie de reformas que se dirigen, precisamente, hacia un modelo de capitalización como el chileno.

De hecho, la inmensa mayoría de los países de Europa en su conjunto, salvo algunas excepciones como España, Portugal e Italia, abandonaron hace años el sistema de reparto puro y realizaron una transición hacia un modelo mixto que en mayor o menor medida combina un sistema basado en el ahorro de los trabajadores con una pensión mínima provista por el Estado bajo ciertas circunstancias (asistencia social, mala previsión, etc.).

Por tanto, ¿cómo es posible que los chilenos pretendan volver hacia un sistema de reparto puro para mejorar la cuantía de sus pensiones de forma sostenible, cuando el resto de los países occidentales están aproximándose, precisamente, hacia el actual modelo chileno?

La principal crítica que esgrimen los detractores del modelo chileno es que cuando dicho sistema se diseñó, bajo el gobierno de Pinochet en los años 80, se garantizó una tasa de reemplazo (el porcentaje de pensión que va a cobrar el jubilado en relación a su último salario percibido) muy superior a la que actualmente existe. Según los últimos datos, la tasa de reemplazo en Chile es del 35 %, mientras que en España es del 75%.

Aparentemente, en base a ambos resultados, parece evidente que el sistema de reparto es mucho más ventajoso para el trabajador español, ya que mantiene mucho mayor poder adquisitivo que en el caso del trabajador chileno.

Sin embargo, tal brecha resulta confusa mientras no atendamos al porcentaje de ingresos que aportan uno y otro trabajador respectivamente para financiar sus pensiones. En concreto, el trabajador chileno dedica un 10% de su salario aproximadamente, mientras que el trabajador español dedica casi un 30%. De esta manera, y como bien han demostrado algunos economistas como Juan Ramón Rallo, si los trabajadores chilenos aportaran la misma cuantía que los trabajadores españoles, la tasa de reemplazo en Chile ascendería a un 105%, muy por encima del menguante 75% del sistema español.

Por tanto, vemos que la dinámica del modelo chileno es, con mucho, superior al sistema puro de reparto. Desde un punto de vista económico,  el sistema de capitalización simple de pensiones ha permitido que la tasa de ahorro en Chile sea la tercera más alta del mundo, después de China y Noruega, representando un 20% de su PIB. Este hecho constituyó la base para que el país experimentase un crecimiento económico sano, con una alta oferta de recursos financieros disponibles que han permitido financiar inversiones sostenibles que han convertido a la economía chilena en una de las más ricas del mundo, muy por delante del resto de los países de Latinoamérica.

Por otro lado, un sistema de capitalización simple elimina aquellos incentivos perversos que sí se dan en un sistema de reparto, como por ejemplo la creciente prejubilación o el descenso de la tasa de la natalidad. Mientras que el primer modelo se basa en la responsabilidad individual, el segundo modelo se basa en concebir las pensiones como bienes públicos, y por tanto la toma de decisiones por parte del colectivo resulta claramente disfuncional y favorece la aparición del llamado free-rider o “gorrón”.

El éxito del sistema de pensiones chileno ha favorecido a que otros países de Latinoamérica traten de implantarlo, como es el caso de Perú o Colombia (donde empecé a escribir este post, la musa apareció repentinamente). Sin embargo, en estos países, el fraude laboral es muy elevado, por lo que no se dan las condiciones institucionales idóneas para que pueda funcionar de la misma manera.

Dicho esto, si en algo ha fallado el modelo chileno fue en el error de los planificadores al fijar una cuota de aportación del 10%, pensando que sería suficiente para los trabajadores en el momento de su jubilación. Es decir, el modelo chileno no es en realidad, frente a lo que suele decirse, enteramente libre, ya que no permite al trabajador, en virtud de sus circunstancias particulares, fijar aquella tasa que quiera aportar a lo largo de su vida laboral. Asimismo, las famosas Administradoras de Fondos de Pensiones chilenas (AFP) no actúan en un mercado de libre competencia, ya que son agencias que operan mediante un “privilegio” o concesión estatal que les permite ser menos transparentes hacia los ciudadanos. A pesar de este inconveniente, la rentabilidad media obtenida por la inversión de los fondos de pensiones ha sido de un 8% anual (una vez descontada la inflación).

En resumen, el sistema de pensiones chileno puede perfeccionarse, desarrollando mecanismos que permitan a las AFP ser más competitivas y transparentes. Pero de ninguna manera los chilenos podrán esperar mejorar la cuantía de sus pensiones importando el sistema de la seguridad social español, que desde hace años ha venido rompiendo el vínculo entre lo que le cuesta al trabajador pertenecer al sistema (por ejemplo, la reciente subida de la base máxima de cotización en un 3%) y el beneficio que le reporta, soportando el incremento de la edad de jubilación o el endurecimiento de las condiciones para gozar del 100% de la pensión.

 

 

 

El mito oscurantista de la Seguridad

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Dedico este post a la memoria de Gustavo Bueno, filósofo español y asturiano de pro, recientemente fallecido, dos días después de la muerte de su esposa. Como diría otro filósofo, el corazón tiene razones que la razón no entiende. El profesor Bueno fue acuñador y divulgador del término mito oscurantista, un concepto de gran interés para el caso que nos ocupa en este artículo.

Si hay una necesidad humana, más allá de aquellas estrictamente biológicas, que se ha mantenido intacta a lo largo de la historia, esa es la necesidad de la seguridad. Así de claro lo manifiesta en su artículo,  “De la production de la  sécurité” (“Sobre la producción de la seguridad”), el economista Gustave de Molinari (1819-1912), miembro de la Escuela Liberal Francesa y contemporáneo de Fréderic Bastiat.

Trágicamente, los acontecimientos que se están produciendo en el mundo actualmente no hacen sino acrecentar aún más el valor de esta necesidad por parte de los individuos. El terrorismo islámico en Europa o Estados Unidos, el narcotráfico o los homicidios en Latinoamérica, son sólo algunos ejemplos de la peligrosa situación que los ciudadanos tienen que afrontar: una inseguridad ciudadana que no siempre tiene un actor claramente identificado, y, ni mucho menos, delimitado territorialmente.

La realidad tecnológica y armamentística ha cambiado las reglas del juego: si bien antes los conflictos armados se resolvían “a juicio de Dios” entre los ejércitos, ya fuese en una trinchera o en cualquier otro campo de batalla, hoy en día los ataques recaen sobre población civil inocente, en un campo de batalla sin fronteras que abarca cualquier espacio. Las grandes ciudades constituyen el principal foco de terrorismo, cuando hace siglos eran garantía de seguridad y protección de la población.

Estos “tiempos líquidos”, parafraseando a Zygmunt Bauman, arrojan una poderosa incertidumbre presente y futura que ha servido como pretexto para reforzar aún más el poder de los Estados en aras de proteger a sus ciudadanos.

La protección de la defensa y la seguridad nacional es una de las escasas funciones que los liberales clásicos entienden que debe ser competencia del Estado. Ahora bien, sin pretender alejarnos de este ámbito, es necesario, cuanto menos, advertir cuáles son los fundamentos y posibles riesgos del denominado monopolio de la violencia.

Como ya hemos planteado en diversas ocasiones, resulta difícil entender la razón por la que ciertos monopolios, como el de provisión de la defensa y seguridad, son aislados del análisis económico convencional, a pesar del perjuicio que le suponen al consumidor. Este hecho ha contribuido a generar un verdadero mito oscurantista en torno a la seguridad.

Un mito oscurantista se constituiría, siguiendo a Gustavo Bueno, como aquella declaración, enunciado o estado de una cosa, que si bien no se ha demostrado lógicamente, se reivindica como una verdad práctica para el conjunto de la sociedad.

Gustave de Molinari trata de encontrar explicación a este mito cuando afirma que “en todas partes, la producción de la seguridad comenzó organizándose como monopolio, y en todas partes tiende, hoy en día, a organizarse de manera comunista”. Una explicación poco satisfactoria, pero que se repite en torno a muchos de los bienes y servicios públicos.

Fuera del análisis económico, existe una razón que justifica el monopolio de la seguridad en manos del Estado. Esta justificación nace del Derecho, dentro de la Teoría del Estado. Desde un punto de vista jurídico, la configuración de un Estado debe albergar tres elementos, a saber: poder o defensa, territorio y población. Es decir, sólo el “poder” debe ser ostentado por el Estado en forma de monopolio de violencia.

Esta última proposición encuentra su fundamento en la tradición hobbesiana que describe la sociedad como un estado permanente de guerra de todos contra todos. Homo homini lupus, o “el hombre es un lobo para el hombre”, constituye la máxima sobre la cual juristas y filósofos políticos conciben un Estado que debe velar por la paz frente a la naturaleza violenta de los hombres.

No obstante, es fácil advertir la inconsistencia de este planteamiento. Compartiendo la crítica de Hoppe en “The Myth of Defense”, ¿acaso el Estado no está formado por aquellos mismos hombres de naturaleza conflictiva? Siguiendo la lógica hobbesiana, otorgar un monopolio de poder a un Estado formado por hombres derivará en un mayor incentivo de resolver los conflictos de manera violenta.

Habiendo desvelado las incongruencias del monopolio de seguridad, que no encuentra una lógica desde el punto de vista económico, sino que obedece a un interés estrictamente político, podemos ser más conscientes de los riesgos que entraña acrecentar el peso de dicho monopolio para la libertad de los ciudadanos.

Volviendo a los tres elementos (poder o defensa, territorio, población) que configuran el Estado, comprobamos cómo hoy en día los gobiernos que representan dicho Estado están acrecentado su poder. En el terreno político, el candidato republicano a la presidencia de los Estados Unidos, Donald Trump, promete incrementar la soberanía levantando murallas en la frontera con México (territorio), expulsando del país a aquellas personas que no comparten los vínculos culturales americanos (población) e incrementando el gasto militar (defensa).

De esta manera, nos encontramos en una escena orwelliana de la novela “1984”, donde la realidad sí supera la ficción. El panóptico diseñado por el filósofo Jeremy Bentham, que se constituyó como una fórmula de arquitectura carcelaria donde los reos eran vigilados constantemente sin saber que eran observados, funciona hoy con mayor fuerza. En aras de garantizar la seguridad, el Estado se ha permitido invadir paulatinamente la esfera privada de los individuos, controlando sus movimientos y albergando una gran cantidad de información privada para tratar de obtener patrones de conducta.

El discurso convencional afirma que una mayor seguridad sólo puede obtenerse a costa de menor libertad. Si queremos que el Estado garantice nuestra protección frente a terceros, debemos pagar este precio. De este modo, tal y como manifiesta el filósofo Antonio Escohotado, el miedo ha empujado a los ciudadanos hacia todo tipo de servidumbres.

Por tanto, es preciso entender que la praxis del monopolio de la violencia es derivada de una concepción de la sociedad de conflicto irresoluble entre los hombres que elimina toda lógica evolutiva de división del conocimiento y de cooperación social. Frente a esta concepción, resulta necesario evaluar si existen alternativas a la aparente dicotomía de seguridad versus libertad.

Gustave de Molinari entendió que la provisión de seguridad debe ser proporcionada bajo el régimen de la libre competencia. Una utopía para la mayoría, pero lo cierto es que si admitimos que la justificación teórica del monopolio de violencia resulta muy discutible, podemos derribar definitivamente este mito oscurantista y plantearnos si la organización de la industria de la seguridad puede estructurarse dentro de la libre concurrencia, con los consiguientes beneficios para los consumidores.