El lenguaje envenenado en torno a la desigualdad

desigualdad

Artículo publicado originalmente en Red Floridablanca

El economista canadiense John Kenneth Galbraith solía afirmar que, si hay un solo hecho en el que todos los economistas podrían estar de acuerdo, es en que Adam Smith es el padre de la economía.

Siguiendo este ejemplo, podríamos decir que, por contra, si hay algo en lo que los economistas no logran ponerse de acuerdo es en el concepto de la desigualdad. Esta controversia ha permitido que ciertos sectores políticos se beneficien de la manipulación del lenguaje para crear un caldo de cultivo favorable al odio a la globalización, el libre comercio y, por supuesto, todo lo que guarde relación con el denominado neoliberalismo.

¿Manipulación del lenguaje? Por supuesto. George Lakoff demuestra en su obra “No pienses en un elefante”, que las palabras no son inocentes, y por tanto se pueden manipular. De esta manera, analizando el marco de la palabra desigualdad, la gran mayoría de los ciudadanos suele otorgar una connotación negativa a dicho concepto, debido a que, al encontrarse en contraposición con el término de igualdad, ha de ser necesariamente malo y estar vinculado con la pobreza.

Es necesario reflexionar sobre el peligro de lo que Hayek calificó como “nuestro leguaje envenenado” para preguntarnos, primero, si la desigualdad perjudica al crecimiento económico y es un catalizador de la pobreza mundial, y segundo, si las políticas redistributivas tan demandadas están siendo eficientes en la distribución óptima de la riqueza.

Frente al catastrofismo que ha impregnado a buena parte de los economistas tras la crisis económica que aún padecemos, hay que recalcar los grandes avances que se han conseguido en lo relativo a la reducción de la pobreza. Angus Deaton, Premio Nobel de Economía del año 2015, estima que entre 1970 y 2006, la pobreza en el mundo se redujo del 40% al 14% de la población mundial, siendo esta reducción especialmente significativa en China e India. Estas estimaciones han sido posteriormente confirmadas por el Banco Mundial, que en el año 2015 calculó que el número de personas por debajo de la pobreza extrema se situaba en el 9,6% de la población mundial.

Este salto hacia adelante ha permitido que en los últimos 40 años 750 millones de personas hayan salido de la pobreza extrema, a pesar de que la población mundial ha crecido en más de 2.000 millones de personas.

¿Cuáles son los factores que han permitido la reducción de la pobreza? Precisamente aquellos que a menudo se califican como responsables de la desigualdad: globalización, apertura comercial y liberalización de los mercados.

A la luz de los anteriores datos, podemos admitir que la desigualdad no implica pobreza per se, y que, por tanto, tal vez no represente un problema tan importante para la economía, sobre todo si tenemos en cuenta que, si los países persisten en la apertura de sus mercados, cada vez más personas tendrán acceso a nuevas oportunidades que les permitan aumentar sus niveles de renta, como de hecho está sucediendo actualmente, aunque emerjan amenazas proteccionistas a uno y otro lado del Atlántico.

Son muchos los autores que a lo largo de la historia del pensamiento económico han demostrado que la desigualdad puede, en ocasiones, originar incentivos al progreso. Si valoramos la desigualdad como un impulso de las personas para modificar el estado actual de las cosas, en aras de obtener un mayor beneficio o bienestar, podemos entender la acción empresarial y las innovaciones tecnológicas en el mundo.

El discurso igualitarista, en su crítica más feroz al libre mercado, afirma que el capital se concentra en manos de unos pocos y que el Estado debe redistribuir los rendimientos de dicho capital. Dicho esto, ¿están funcionando las políticas redistributivas de los Estados?

Respecto a la política monetaria, la línea marcada por los Bancos Centrales durante los años de la crisis ha estado caracterizada por el crédito al pánico. Es decir, por una política dirigida a esquilmar todo incentivo al ahorro, favoreciendo la acumulación de la deuda (en torno a un 300% de deuda pública y privada sobre el PIB de las economías de la OCDE). Asimismo, algunos economistas han puesto de manifiesto las consecuencias distributivas inesperadas de estas políticas monetarias expansivas, como es el caso de las transferencias de riqueza que se producen desde potenciales compradores de vivienda hacia los propietarios actuales (los tan denostados capitalistas) cuando los Bancos Centrales bajan el interés de las hipotecas, presionando los precios de la vivienda al alza por el aumento de la demanda.

Por último, respecto a la política fiscal, los gobiernos han ejecutado durante los últimos años importantes planes de gasto público para tratar de estimular la demanda, incurriendo en elevados déficits públicos que han de ser financiados con emisiones de deuda pública y crecientes subidas de impuestos soportadas en gran medida por la clase media. La irresponsabilidad de quienes piensan que las políticas de gasto público son gratis será pagada por las futuras generaciones que deberán asimilar la deuda de los tenedores actuales.

En conclusión, el problema de la desigualdad es demasiado complejo y no puede politizarse mediante falsas vinculaciones a la pobreza o burdas críticas al capital. El capital es el vehículo fundamental para disponer de aquella tecnología necesaria que permita incrementar la productividad de los trabajadores, elevando sus salarios y mejorando su bienestar.

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