Dedico este post a la memoria de Gustavo Bueno, filósofo español y asturiano de pro, recientemente fallecido, dos días después de la muerte de su esposa. Como diría otro filósofo, el corazón tiene razones que la razón no entiende. El profesor Bueno fue acuñador y divulgador del término mito oscurantista, un concepto de gran interés para el caso que nos ocupa en este artículo.
Si hay una necesidad humana, más allá de aquellas estrictamente biológicas, que se ha mantenido intacta a lo largo de la historia, esa es la necesidad de la seguridad. Así de claro lo manifiesta en su artículo, “De la production de la sécurité” (“Sobre la producción de la seguridad”), el economista Gustave de Molinari (1819-1912), miembro de la Escuela Liberal Francesa y contemporáneo de Fréderic Bastiat.
Trágicamente, los acontecimientos que se están produciendo en el mundo actualmente no hacen sino acrecentar aún más el valor de esta necesidad por parte de los individuos. El terrorismo islámico en Europa o Estados Unidos, el narcotráfico o los homicidios en Latinoamérica, son sólo algunos ejemplos de la peligrosa situación que los ciudadanos tienen que afrontar: una inseguridad ciudadana que no siempre tiene un actor claramente identificado, y, ni mucho menos, delimitado territorialmente.
La realidad tecnológica y armamentística ha cambiado las reglas del juego: si bien antes los conflictos armados se resolvían “a juicio de Dios” entre los ejércitos, ya fuese en una trinchera o en cualquier otro campo de batalla, hoy en día los ataques recaen sobre población civil inocente, en un campo de batalla sin fronteras que abarca cualquier espacio. Las grandes ciudades constituyen el principal foco de terrorismo, cuando hace siglos eran garantía de seguridad y protección de la población.
Estos “tiempos líquidos”, parafraseando a Zygmunt Bauman, arrojan una poderosa incertidumbre presente y futura que ha servido como pretexto para reforzar aún más el poder de los Estados en aras de proteger a sus ciudadanos.
La protección de la defensa y la seguridad nacional es una de las escasas funciones que los liberales clásicos entienden que debe ser competencia del Estado. Ahora bien, sin pretender alejarnos de este ámbito, es necesario, cuanto menos, advertir cuáles son los fundamentos y posibles riesgos del denominado monopolio de la violencia.
Como ya hemos planteado en diversas ocasiones, resulta difícil entender la razón por la que ciertos monopolios, como el de provisión de la defensa y seguridad, son aislados del análisis económico convencional, a pesar del perjuicio que le suponen al consumidor. Este hecho ha contribuido a generar un verdadero mito oscurantista en torno a la seguridad.
Un mito oscurantista se constituiría, siguiendo a Gustavo Bueno, como aquella declaración, enunciado o estado de una cosa, que si bien no se ha demostrado lógicamente, se reivindica como una verdad práctica para el conjunto de la sociedad.
Gustave de Molinari trata de encontrar explicación a este mito cuando afirma que “en todas partes, la producción de la seguridad comenzó organizándose como monopolio, y en todas partes tiende, hoy en día, a organizarse de manera comunista”. Una explicación poco satisfactoria, pero que se repite en torno a muchos de los bienes y servicios públicos.
Fuera del análisis económico, existe una razón que justifica el monopolio de la seguridad en manos del Estado. Esta justificación nace del Derecho, dentro de la Teoría del Estado. Desde un punto de vista jurídico, la configuración de un Estado debe albergar tres elementos, a saber: poder o defensa, territorio y población. Es decir, sólo el “poder” debe ser ostentado por el Estado en forma de monopolio de violencia.
Esta última proposición encuentra su fundamento en la tradición hobbesiana que describe la sociedad como un estado permanente de guerra de todos contra todos. Homo homini lupus, o “el hombre es un lobo para el hombre”, constituye la máxima sobre la cual juristas y filósofos políticos conciben un Estado que debe velar por la paz frente a la naturaleza violenta de los hombres.
No obstante, es fácil advertir la inconsistencia de este planteamiento. Compartiendo la crítica de Hoppe en “The Myth of Defense”, ¿acaso el Estado no está formado por aquellos mismos hombres de naturaleza conflictiva? Siguiendo la lógica hobbesiana, otorgar un monopolio de poder a un Estado formado por hombres derivará en un mayor incentivo de resolver los conflictos de manera violenta.
Habiendo desvelado las incongruencias del monopolio de seguridad, que no encuentra una lógica desde el punto de vista económico, sino que obedece a un interés estrictamente político, podemos ser más conscientes de los riesgos que entraña acrecentar el peso de dicho monopolio para la libertad de los ciudadanos.
Volviendo a los tres elementos (poder o defensa, territorio, población) que configuran el Estado, comprobamos cómo hoy en día los gobiernos que representan dicho Estado están acrecentado su poder. En el terreno político, el candidato republicano a la presidencia de los Estados Unidos, Donald Trump, promete incrementar la soberanía levantando murallas en la frontera con México (territorio), expulsando del país a aquellas personas que no comparten los vínculos culturales americanos (población) e incrementando el gasto militar (defensa).
De esta manera, nos encontramos en una escena orwelliana de la novela “1984”, donde la realidad sí supera la ficción. El panóptico diseñado por el filósofo Jeremy Bentham, que se constituyó como una fórmula de arquitectura carcelaria donde los reos eran vigilados constantemente sin saber que eran observados, funciona hoy con mayor fuerza. En aras de garantizar la seguridad, el Estado se ha permitido invadir paulatinamente la esfera privada de los individuos, controlando sus movimientos y albergando una gran cantidad de información privada para tratar de obtener patrones de conducta.
El discurso convencional afirma que una mayor seguridad sólo puede obtenerse a costa de menor libertad. Si queremos que el Estado garantice nuestra protección frente a terceros, debemos pagar este precio. De este modo, tal y como manifiesta el filósofo Antonio Escohotado, el miedo ha empujado a los ciudadanos hacia todo tipo de servidumbres.
Por tanto, es preciso entender que la praxis del monopolio de la violencia es derivada de una concepción de la sociedad de conflicto irresoluble entre los hombres que elimina toda lógica evolutiva de división del conocimiento y de cooperación social. Frente a esta concepción, resulta necesario evaluar si existen alternativas a la aparente dicotomía de seguridad versus libertad.
Gustave de Molinari entendió que la provisión de seguridad debe ser proporcionada bajo el régimen de la libre competencia. Una utopía para la mayoría, pero lo cierto es que si admitimos que la justificación teórica del monopolio de violencia resulta muy discutible, podemos derribar definitivamente este mito oscurantista y plantearnos si la organización de la industria de la seguridad puede estructurarse dentro de la libre concurrencia, con los consiguientes beneficios para los consumidores.