La ciencia económica está repleta de catastrofistas. Nuestra historia da buena fe de ello. El economista y monje anglicano Thomas Malthus fue uno de los primeros catastrofistas al afirmar en su célebre Ensayo que, mientras la población tiende a crecer en progresión geométrica, la producción de alimentos crece en progresión aritmética, lo cual ha de producir indefectiblemente un empobrecimiento general de la sociedad al contar con menores medios de subsistencia para cada nuevo nacido. Sólo las guerras, las epidemias y, voluntariamente, la abstinencia carnal, podrían retrasar dicho empobrecimiento.
Paulatinamente, el catastrofismo se fue extendiendo hacia toda una cohorte de economistas y filósofos influyentes. Desde la crisis del capitalismo proclamada por Marx y su ejército industrial de reserva, pasando por el estado estacionario de la economía definido por Schumpeter, son muchos los ejemplos de catastrofismo que determinan las políticas públicas. En la actualidad, la creciente desigualdad, el cambio climático o la crisis energética…
En efecto, este grado de alarmismo sólo es comprensible cuando el Estado trata de justificarse al intervenir en la vida de los ciudadanos. Llegados a este punto, es interesante aplicar esta idea en una de las instituciones económicas más importantes: el dinero.
Todos los manuales y textos académicos dedican gran parte de sus contenidos a explicar las consecuencias tan perjudiciales de los monopolios en el mercado. Sin embargo, a nadie se le ocurre cuestionar el monopolio de emisión de dinero por parte de los bancos centrales. En este momento el lector seguramente estará pensando que suprimir este monopolio implicaría… ¿una competencia entre monedas? ¿dinero fuera del curso legal?
Imaginen qué catástrofe económica.
Lejos de alimentar al monstruo catastrofista, lo cierto es que un concepto tan complejo como el del dinero gira en torno al desconocimiento profundo de su origen.
Asimilamos que el dinero ha sido creado por los Estados y que sólo puede ser controlado y regulado por ellos a través de las leyes de curso forzoso. Sin embargo, este argumento es en realidad un gigante con pies de barro.
El dinero no surgió como consecuencia de la orden de un gobernante, ni de un acto legislador en aras de lograr el bien común de la sociedad. El dinero surge, siguiendo la valiosa (aunque olvidada) lección de Carl Menger, de un modo espontáneo y no deliberado por parte de los individuos en la búsqueda del interés particular.
El proceso de creación del dinero es sumamente complejo y dilatado en el tiempo. En los primeros intercambios voluntarios basados en el trueque, surge una limitación denominada doble coincidencia de necesidades: si quiero intercambiar cobre por miel debo encontrar a la persona que necesariamente quiera intercambiar miel por cobre. Esta limitación retrasaba notablemente la dinámica de los intercambios comerciales.
A medida que pasó el tiempo, los individuos fueron descubriendo y dando valor a unas mercancías sobre otras, viendo que tenían aquellas mayores capacidades de venta respecto del resto. De esta manera, un comerciante podía ofrecer los bienes que deseaba intercambiar por aquellas mercancías que, si bien no son las que satisfacían sus necesidades directamente, le aproximaban en gran medida a los bienes que finalmente deseaba obtener.
Menger cita las cabezas de ganado como las primeras mercancías que en el inicio del comercio humano tenían una mayor capacidad de venta. Estas mercancías que actúan como medio de intercambio son “Geld”, (como lo denominaron los germanos) esto es, dinero.
Por tanto, una vez nos desprendemos de la noción casi incuestionable de que la creación del dinero es una prerrogativa que le corresponde al gobierno por su naturaleza soberana, podemos plantear una alternativa basada en el principio de libre elección de moneda.
En 1978, Friedrich Hayek publicó en el Institute of Economic Affairs de Londres su teoría de la desnacionalización del dinero, en la cual trata un escenario donde la emisión de dinero se basaría en la competencia por parte de las “instituciones” emisoras. Estas instituciones son empresas privadas que tendrían la libertad de crear diferentes tipos de dinero en el mercado.
A pesar de lo caótica que pueda parecer esta idea, es preciso entender que la demanda de dinero buscará siempre un valor lo más estable posible en la(s) moneda(s) con la que los individuos realicen sus transacciones. La competencia obligaría a las empresas a mantener siempre estable el valor de sus monedas en términos de una cesta de bienes establecida, y por tanto, la empresa que no cumpliese con este patrón se vería fuertemente amenazada, pudiendo perder su negocio al no contar el público con la confianza en su moneda.
Sin embargo, contrastando esta situación con un régimen de monopolio, es bastante razonable pensar que el monopolista podría abusar de las reglas del patrón. De hecho, hoy en día se mantiene el régimen de monopolio bajo un patrón fiduciario, esto es, basado meramente en la confianza.
La competencia no descarta que el gobierno pudiera emitir sus propias monedas. Hayek recalca que sería más ventajoso para el público el que las monedas de los distintos Estados pudieran competir libremente. Esta posibilidad privaría a tales gobiernos de proteger su moneda frente a una posible depreciación.
En suma, nuestro economista austriaco sintetiza en su trabajo cuatro efectos principales que se derivarían de la competencia de emisión de dinero:
“a) Un dinero del que se espera que mantuviera su poder adquisitivo aproximadamente constante tendría una demanda continua mientras la gente fuera libre de utilizarlo; b) con tal demanda continua, dependiente del éxito en mantener constante el valor de una moneda, podría confiarse en que los bancos emisores harían todos los esfuerzos posibles para conseguir tal constancia mejor que cualquier monopolista que no corre ningún riesgo con la devaluación de su moneda; c) la institución emisora podría conseguir este resultado regulando el volumen de emisión; y d) tal regulación del volumen de cada divisa constituiría el mejor método práctico para regular la cantidad de medios de cambio para todos los efectos posibles.”
Con esta descripción de su teoría, Hayek indica que los bancos que creasen dinero para financiar proyectos no rentables, serían sancionados con la retirada de los depósitos de sus clientes. De este modo, el incentivo de la competencia conseguiría impedir los ciclos recurrentes de sobreinversión y contracción económica.
La teoría de Hayek no escapa a críticas, pero supone una referencia importante para entender algunos acontecimientos recientes inesperados por cualquiera de nosotros, como la aparición del famoso bitcoin y otras criptodivisas que están revolucionando el mercado y los sistemas de pago.
A pesar de que el bitcoin no ofrece la transparencia respecto de quién es el emisor ni la información suficiente que garantice su estabilidad (dos premisas fundamentales de Hayek), lo cierto es que ha desafiado la prerrogativa de emisión de dinero por parte de los Bancos Centrales, y sólo por ello deberíamos considerarlo un avance en el terreno de la economía de libre mercado.
Porque la ceguera de los catastrofistas les impide ver que, de la misma forma que la tecnología ha permitido refutar a Malthus al lograr el mayor desarrollo de alimentos y medios de subsistencia en la historia, la genuina e innata capacidad empresarial del ser humano para detectar, innovar y crear oportunidades es la que consigue superar los problemas y conflictos sociales.
Una función empresarial que persiste, como señala el gran Carlos Rodríguez Braun, a pesar del Estado.