El regreso a 1984

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Dedico este post a la memoria de Hans Rosling, fallecido el pasado 07 de febrero.

Rosling, estadístico, médico y optimista metodológico nos demostró el éxito histórico de la reducción de la pobreza mundial y la necesidad de incorporar los índices de salud en los estudios del desarrollo económico.

Las estadísticas y el papel permiten soportar cualquier enunciado por ridículo que sea. Por ejemplo, cuando el clásico libro de George Orwell, “1984”, crece en ventas un 10.000% durante las últimas semanas y se posiciona como uno de los libros más demandados por el público en Estados Unidos y en Europa, tenemos un índice estadístico (tal vez no muy consistente) para declarar que el mundo podría estar desquiciado.

¿Por qué se produce este incremento tan repentino en la demanda de un libro que fue escrito hace casi 70 años?. Muchos consideran que los últimos acontecimientos, destacando el Brexit en Reino Unido, el auge del Frente Nacional de Le Pen en Francia o la victoria de Donald Trump como Presidente de los Estados Unidos, estarían produciendo un nivel de histeria social que invita a reflexionar sobre el peligro de los totalitarismos de nuestro siglo. Parece ser que existe una mayor preocupación acerca de las consecuencias catastróficas que pudieran producirse tras la formación de determinados gobiernos o por la toma de ciertas decisiones colectivas y, desde luego, democráticas, en cuanto a que estas han sido expresadas por parte de la mayoría popular.

Esta realidad denota un sesgo cognitivo muy particular desde el punto de vista sociológico: los ciudadanos demandamos la existencia de un Estado paternalista que solucione todos nuestros problemas, garantizando que dicho Estado es a la vez controlado mediante mecanismos democráticos. No obstante, si esos mismos mecanismos democráticos  permiten que se formen gobiernos potencialmente peligrosos, todos nos volvemos orwellianos y empezamos a denunciar un Estado que ya no es paternalista, sino totalitario, como si se tratase de un monstruo al que se ha alimentado demasiado bien.

Efectivamente, cuando Orwell y otros intelectuales como Popper analizaron el totalitarismo, este concepto era sólido, es decir, estaba claramente delimitado como aparato político, bien fuera a través del fascismo italiano y alemán o del comunismo soviético durante gran parte de la segunda mitad del siglo XX.

Sin embargo, hoy en día el concepto de totalitarismo es esencialmente líquido, ya que no es fácil de delimitar o incluso de definir bajo un esquema de atributos o características concreto. Por esta razón nos cuesta entender qué pueden tener en común el Brexit y el creciente apoyo de los partidos anti europeístas en el Viejo Continente, o si cabe calificar a Donald Trump de fascista, como ya han hecho diversos medios de comunicación.

Teniendo presente la dificultad del análisis, existe un reto que se encuentra detrás de este panorama tan complejo.

El reto principal que debe afrontarse en primer lugar, desde el mundo de las ideas, es el resurgimiento de los nacionalismos:

Existen diversos fenómenos económico-sociales, destacando la globalización, la inmigración o incluso la robotización que han servido como caldo de cultivo para que la clase política siembre el miedo en aras de obtener sus propios réditos. La base de este nacionalismo consiste en crear un enemigo común y en reafirmar la identidad nacional para hacer frente al mismo, en un proceso que es inseparable del populismo (en el sentido científico del término).

De esta manera, y a través de la manipulación interesada del lenguaje, o lo que en la lógica orwelliana de “1984” sería denominada como la neolengua, se crea una sabiduría convencional que vincula a la globalización con la desigualdad y la pobreza, a la inmigración con la inseguridad y a la robotización con la pérdida de puestos de trabajo.

Como respuesta, nuestros políticos auxiliadores piden levantar nuevas murallas, fijar aranceles al libre comercio e imponer un neoludismo contra la innovación tecnológica.

En definitiva, un ataque flagrante a la libertad que, a pesar de la sabiduría convencional, ha sido responsable del mayor progreso económico de la historia. Alejándonos del discurso político, diversos investigadores relevantes, como el recientemente fallecido Hans Rosling o el Premio Nobel de Economía Angus Deaton, han demostrado cómo, en primer lugar, el objetivo más importante no es la desigualdad, sino la pobreza. De hecho, la desigualdad no es un problema per se, ya que puede en ocasiones originar incentivos al progreso. En la propia terminología de Angus Deaton, “los saltos hacia adelante implican desigualdad”.

En concreto, el economista escocés muestra cómo entre 1970 y 2006 la pobreza mundial se reduce del 40% al 14%. Es decir, en el entorno de mayor apertura comercial, globalización de los mercados y libre movilidad de bienes, capitales y personas, más de 700 millones de personas han abandonado la pobreza (especialmente en China e India), aun cuando en dicho periodo el total de la población mundial creció en más de 2.000 millones de personas.

Cierto, la estadística permite soportar cualquier enunciado, y por ello debemos ser rigurosos con su uso y con la información que obtengamos. Aunque, quizás, una tarea más prioritaria es entender por qué en la sociedad de la información de coste 0 los ciudadanos persisten en mantenerse desinformados, con las consecuencias que ello implica en el momento de la toma de decisiones colectivas. Los economistas de la Public Choice (Downs, Olson), afirman que no existen los incentivos adecuados para que un ciudadano se interese por el resultado de un colectivo cuando es consciente de que su influencia particular en dicho resultado (medido por su voto) es marginalmente muy reducida. Una explicación que pone en duda o incluso refuta la eficacia de los mecanismos democráticos que permiten formar y controlar los gobiernos.

En suma, el retorno de los nacionalismos y la crisis del sistema democrático amenazan a la idea de la libertad en todas sus dimensiones, siendo necesario reforzar su defensa frente al discurso político convencional para evitar un escenario que pudiera llevarnos al año 1984 que imaginó Orwell en su prodigiosa obra.