Hace pocas semanas, se produjo el 70 aniversario de la muerte del célebre John Maynard Keynes (1883-1946), posiblemente el economista más conocido después de Adam Smith en la historia del pensamiento económico.
Concentrar toda la obra intelectual de Keynes en un artículo resulta sencillamente absurdo, dado que este esfuerzo titánico comprendería diversas monografías si tan sólo nos ciñésemos al ámbito económico. Keynes fue un estudioso multidisciplinar, y más allá de la economía, su apetito abarcó numerosas materias como la historia, las matemáticas, la literatura, la filosofía y el arte en general. De hecho, tal compendio de saberes queda plasmado en los libros de este británico controvertido, de entre los cuales cabe destacar su famosa “Teoría general del empleo, el interés y el dinero”, publicado en 1936.
Su teoría formó un verdadero paradigma, entendiendo este concepto tal y como lo definió Thomas Kuhn, es decir, como el conjunto de afirmaciones científicas universalmente reconocidas que, por un tiempo, proveen un modelo analítico de resolución de problemas a la comunidad de investigadores.
El germen del paradigma keynesiano se produjo en el contexto económico del crac de 1929 y la Gran Depresión de los años 30, donde la gran mayoría de países industrializados, y muy especialmente Estados Unidos y Reino Unido, sufrieron elevadas tasas de paro. Sin embargo, la teoría económica entonces vigente, dominada por el modelo clásico, se mostraba incapaz de explicar el origen de la crisis y mucho menos de proponer soluciones para mitigar sus efectos. Esta incapacidad de los economistas clásicos ya ha sido tratada en este blog a partir del análisis de la metodología empleada en la ciencia económica, basada en los modelos estáticos de equilibrio que asumen que los precios y salarios se ajustan automáticamente en unos mercados de competencia perfecta, donde millones de empresas ofrecen el mismo tipo de bienes a un precio de equilibrio.
Keynes afirma que el mercado dista mucho de ser perfecto, ya que existen ciertas rigideces que impiden que el ajuste de precios y salarios sea automático. Esta idea fue posteriormente desarrollada por los economistas postkeynesianos, al estudiar que la economía es esencialmente contractual, y, por tanto, en este marco surgen diversos costes de transacción que hacen que los precios y salarios sean viscosos.
Esta idea tiene mucha relevancia para Keynes en el mercado de trabajo, donde confluyen diversas causas institucionales e históricas que provocan que los salarios no sean flexibles ante los posibles cambios entre la oferta y demanda de factor trabajo y que, en consecuencia producen que el desempleo no sea voluntario (como rezaba la economía clásica). Estas causas institucionales e históricas se resumen en la fijación de salarios por parte de los sindicatos o en la ilusión monetaria que sufren los trabajadores al confundir el salario nominal con el salario real.
Teniendo presente esta concepción del mercado de trabajo, Keynes trata el origen de los ciclos económicos.
Su idea central es que los ciclos de auge y recesión giran en torno a una variable que él califica de inestable: la inversión.
Para Keynes, la inversión está determinada fundamentalmente por lo que la profesora Joan Robinson denominó los animal spirits, esto es, las fuerzas de optimismo que animan a los empresarios a invertir en base a sus expectativas.
Agregando sus expectativas de inversión y ventas futuras, los empresarios anticipan una demanda con la que adaptar su producción. Siguiendo la tesis de Keynes, si esta demanda “efectiva” es inferior a la demanda “nocional”, que es aquel nivel de demanda que garantiza el pleno empleo, el resultado es que la oferta global de producción se reduce y por tanto disminuirá el empleo, el consumo y el ingreso de los trabajadores.
La solución planteada por Keynes para garantizar el pleno empleo es que, siempre que la demanda efectiva sea insuficiente, el Estado debe intervenir para estimular dicha demanda mediante la política fiscal.
A la vista de este modelo, parece razonable pensar que la solución keynesiana pudiera ser la panacea de todos los males para evitar la recesión económica. No obstante, en aquellos años en los que la ortodoxia keynesiana se hacía cada vez más fuerte, un joven economista austriaco, Friedrich Hayek, llegó a Londres (1931) para aceptar la cátedra Tooke en la prestigiosa London School of Economics. Este hecho precipitó la celebración de uno de los debates más famosos de la historia económica: la polémica entre Keynes y Hayek.
Hayek criticó duramente la incapacidad de Keynes para entender el tipo de interés, ya que el economista británico ignoró la influencia del tiempo y la teoría del capital en sus postulados, y se centró exclusivamente en las expectativas para entender la inversión. La ausencia de estos parámetros en los trabajos de Keynes le llevó a penalizar el ahorro. Según su receta, el aumento del ahorro implicaría un descenso del consumo y por tanto del empleo y los ingresos.
Frente a esta postura, Hayek defendía que los bienes de consumo final son resultado de una estructura de producción constituida por diversas etapas intermedias de bienes de capital y que requiere de dos variables fundamentales: tiempo y ahorro previo. Es decir, los bienes finales que los consumidores disfrutan son producto de un largo proceso, desde la incorporación inicial de inputs o factores, pasando por su transformación y elaboración hasta la generación del output o producto final disponible para su venta.
Hayek advirtió en sus teorías que el aumento artificial de la demanda distorsionaría la estructura productiva al penalizar el ahorro, generando empleo inestable y agravando el problema. Al contrario, a Keynes nunca le preocupó la oferta, pues se centró en el lado de la demanda y en los efectos a corto plazo. A largo plazo, todos muertos.
Es muy posible que años después de aquella polémica, Keynes y Hayek hubieran podido acercar posturas. Cuenta Hayek, que en una reunión mantenida con Keynes, éste le declaró que sus ideas habían sido malinterpretadas por los que eran sus llamados discípulos, ya que la intervención estatal debía ser ejecutada únicamente cuando los mecanismos de mercado fallasen.
Al finalizar la reunión, Keynes prometió a Hayek pronunciarse respecto al tema, y cambiar así la orientación de la escuela keynesiana que parecía defender una mayor inclinación a la economía socialista. Como dijo Hayek, Keynes“indicó con un gesto rápido de su mano lo deprisa que podría conseguir esto”.
Por desgracia, tres meses después de aquella reunión, la muerte sorprendió a Keynes, sin poder llegar a pronunciarse.
Fue precisamente tiempo lo que le faltó a Lord Keynes, al igual que a su teoría, para avanzar en el conocimiento de la economía de libre mercado que él siempre defendió. Sin embargo, más allá de las soluciones propuestas, es el planteamiento de los interrogantes lo que mide la talla de este genial economista.