La economía global vive sus tiempos de mayor incertidumbre desde los orígenes de la Gran Recesión iniciada en el año 2007. Tal y como señalábamos hace pocos meses, las fuerzas económicas han dibujado un escenario muy desconocido que puede comprometer de manera contundente la senda de recuperación registrada en buena parte de las economías. Entender las raíces de esta recuperación es un ejercicio intelectual muy complejo para los economistas, dado que no disponemos de una metodología mecanicista basada en la causa-efecto, ni cabe establecer patrones en la regularidad de los fenómenos, tal y como sí ocurre en las ciencias físicas o experimentales.
Sin embargo, respetando esta problemática, podemos afirmar con cierto grado de certidumbre que las políticas económicas actuales basadas en el estímulo de la demanda no han conseguido lograr un crecimiento económico potencial, y se han quedado sin margen suficiente como para seguir intentando convencer a empresas y familias para que tiren de consumo y crédito cuando los Estados que ejecutan dichas políticas se ven, en realidad, inmersos en una verdadera guerra de divisas (depreciando artificialmente las monedas) y con tipos de interés muy bajos.
La suma de estas dos palancas (depreciación de moneda y tipos de interés bajos) da como resultado un coctel verdaderamente dantesco: la represión financiera. Este término, acuñado originalmente por los economistas Edward Shaw y Ronald McKinnon, hace referencia a una serie de políticas dirigidas a dilapidar el ahorro con el objetivo de que los países puedan mantenerse en una espiral de gasto y deuda que, como consecuencia de dichas políticas, abarata progresivamente el coste de la deuda en el tiempo. De este modo, observamos en la prensa todo tipo de noticias que podrían parecer un disparate, como por ejemplo que el Tesoro Público de España coloque sus bonos en el mercado a un tipo de interés negativo (es decir, cobrando porque le presten dinero), o que el Euribor que se paga por las hipotecas también se sitúe en negativo. Por su parte, China anuncia una inyección de liquidez de 440.000 millones de yuanes (equivalente a 62.000 millones de euros) y el Banco de Japón aplicará un tipo de interés negativo del 0,1% a los fondos que las instituciones niponas mantienen con la entidad, una medida que ya empleó el propio Banco Central Europeo en 2014.
Ante tal nivel de asombro, incluso un economista alejado del liberalismo clásico como es Nouriel Roubini (vinculado a la escuela neokeynesiana), no ha dudado en calificar esta situación como la Nueva Anormalidad, convencido de que la economía real está “seriamente enferma” y que los mercados financieros se mantienen en una posición divergente a este diagnóstico. En un reciente artículo en la revista Time, Roubini entiende que esta divergencia entre los mercados financieros y la economía real se debe a las políticas monetarias actuales, que han trascendido lo convencional y de hecho están poniendo en duda la propia credibilidad de los Bancos Centrales.
Esta conclusión de Roubini coincide plenamente con lo que publiqué hace un año en este mismo blog, tratando la cuestión del crédito al pánico cuando Draghi daba comienzo a su programa de Quantitative Easing basado en la compra masiva de deuda pública y corporativa:
Resulta sorprendente que a medida que las políticas expansivas son cada vez más agresivas, el término de lo que es “convencional” caduca a una velocidad mayor. Es decir, cuando el BCE reduce los tipos de interés al mínimo histórico y los mantiene durante años, parece que hay que buscar un paso más allá porque dicha política ya es convencional y no funciona. Cuando los gobiernos europeos gastan casi un 50% del PIB para aumentar la demanda agregada, la política se vuelve convencional y hay que ir más allá emitiendo deuda pública, que en algunos países supera el 100% del PIB
Sin embargo, frente a esta llamada de alerta de Roubini, otros economistas relevantes parecen no compartir que las políticas monetarias y fiscales están distorsionando las expectativas de consumidores e inversores. O al menos, sólo lo comparten en parte, como es el caso del Premio Nobel Joseph Stiglitz.
Stiglitz venía manteniendo la necesidad de que los tipos de interés en Estados Unidos y Europa se mantuvieran en el 0%. Sin embargo, a la vista de los resultados de su receta, Stiglitz esgrime que toda la liquidez inyectada en el sistema está siendo acumulada por parte de los bancos en forma reservas, negando la concesión de préstamos a la economía real. De este modo, resulta fácil imaginar una pecera vacía de agua bajo un grifo cerrado que ahoga a los peces, ávidos del líquido elemento para sobrevivir. Stiglitz no se detiene a analizar que, tal vez, una economía como la española (por citar un ejemplo), con un 180% de deuda privada sobre el PIB, no necesita más endeudamiento, y que el número de préstamos demandados es inferior al número de préstamos devueltos. Es decir, no se trata de que la oferta monetaria no llegue a la economía real, sino que simplemente la oferta no crea necesariamente una mayor demanda de crédito. Por ello, prefiero la fábula que emplea mi colega Juan Ramón Rallo: Se puede llevar al caballo al río, pero no se le puede obligar a beber.
El principal problema de la economía keynesiana es pensar que la demanda siempre está disponible para expandirse, sin importar el nivel de deuda. Por ello, ante este atolladero Stiglitz no tiene más remedio que redirigir sus esfuerzos en abogar por una política fiscal expansiva que estimule la demanda vía gasto público. Es decir, mismo objetivo, distinto instrumento de política económica. En este punto, resulta muy lógico plantearse qué le hace pensar a Stiglitz que una política fiscal expansiva llevará a incrementar la demanda cuando el contexto es el mismo en el sector público. Un contexto basado en la sobrecapacidad de infraestructuras y en una presión fiscal creciente. Además, es absurdo ignorar que cualquier incremento de gasto público ha de financiarse necesariamente, o bien con subidas de impuestos en el presente, o bien con un mayor pago de deuda en el futuro (soportado por los hijos y nietos que vendrán).
Deberíamos plantearnos el hecho de que las viejas políticas de demanda no sólo no han logrado sus objetivos, sino que nos ofrecen un panorama aún peor. Necesariamente, es preciso atender a una agenda de reformas basadas en políticas de oferta. Políticas que dejen más dinero en el bolsillo de los ciudadanos y un mercado más flexible a la contratación de factor trabajo que favorezca la acumulación de capital.
Tal vez, es el momento de darle una oportunidad a la libertad económica.